La vulgaridad de los mediocres. J'accuse
“La vulgaridad es el aguafuerte de la mediocridad. En la ostentación de lo mediocre reside la psicología de lo vulgar; basta insistir en los rasgos suaves de la acuarela para tener el aguafuerte.”
José Ingenieros -El hombre mediocre-
Uno puede ser mediocre y no darse cuenta, pues la mediocridad exige esa clase de desconocimiento. Al igual que el alcohólico que no reconoce que tiene un problema con la bebida; es sólo después de la aceptación, cuando descubre una salida para sus infiernos. Todo reconocimiento va encaminado hacia la individualidad, y alcanzar ese grado de personalidad significa comenzar a apartarse de la mediocridad.
La vulgaridad es en sí un acto en firme de mediocridad. Una especie de exceso hacia los demás. Mientras que el ser mediocre no deja de ser estar en un punto intermedio, la vulgaridad en cambio demuestra una cansina arrogancia de los mediocres. Es en el Bouvard y Pécuchet de Flaubert cuando percibimos que cualquier resabio adoptado sin una previa capacidad profiláctica conlleva quedar atrapado entre los barrotes de la estupidez humana. Decir “las cosas son así” o “yo sé lo que tu no sabes”, no deja de ser banal si no va acompañado de un diálogo fluido. Por el contrario, la belleza del pensamiento se encuentra en la capacidad de discernir los detalles, las texturas o los sentimientos. La creatividad es una consecuencia de tal capacidad, fruto del virtuosismo alcanzado en el grado de observación.
Pero aquellos que creen haber bebido de la vida para declarar que están llenos, y que a la contra muestran torpes palabras llenas de absurda soberbia; aquellos cuyas conversaciones son en realidad maquillados monólogos; aquellos que se creen dueños de la verdad, cuando únicamente son esclavos de sus mentiras; aquellos que no están dispuestos a cambiar de opinión y que se violentan frente a la discrepancia; aquellos que de una única experiencia son capaces de armar necias teorías; aquellos que con facilidad se vuelven exhibicionistas de sus limitaciones.
Sí, a todos ellos yo les acuso de ser vulgares, y por ello merecen mi total desprecio.
José Ingenieros -El hombre mediocre-
Uno puede ser mediocre y no darse cuenta, pues la mediocridad exige esa clase de desconocimiento. Al igual que el alcohólico que no reconoce que tiene un problema con la bebida; es sólo después de la aceptación, cuando descubre una salida para sus infiernos. Todo reconocimiento va encaminado hacia la individualidad, y alcanzar ese grado de personalidad significa comenzar a apartarse de la mediocridad.
La vulgaridad es en sí un acto en firme de mediocridad. Una especie de exceso hacia los demás. Mientras que el ser mediocre no deja de ser estar en un punto intermedio, la vulgaridad en cambio demuestra una cansina arrogancia de los mediocres. Es en el Bouvard y Pécuchet de Flaubert cuando percibimos que cualquier resabio adoptado sin una previa capacidad profiláctica conlleva quedar atrapado entre los barrotes de la estupidez humana. Decir “las cosas son así” o “yo sé lo que tu no sabes”, no deja de ser banal si no va acompañado de un diálogo fluido. Por el contrario, la belleza del pensamiento se encuentra en la capacidad de discernir los detalles, las texturas o los sentimientos. La creatividad es una consecuencia de tal capacidad, fruto del virtuosismo alcanzado en el grado de observación.
Pero aquellos que creen haber bebido de la vida para declarar que están llenos, y que a la contra muestran torpes palabras llenas de absurda soberbia; aquellos cuyas conversaciones son en realidad maquillados monólogos; aquellos que se creen dueños de la verdad, cuando únicamente son esclavos de sus mentiras; aquellos que no están dispuestos a cambiar de opinión y que se violentan frente a la discrepancia; aquellos que de una única experiencia son capaces de armar necias teorías; aquellos que con facilidad se vuelven exhibicionistas de sus limitaciones.
Sí, a todos ellos yo les acuso de ser vulgares, y por ello merecen mi total desprecio.
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Etiquetas: Creaciones, Personal
2 Comments:
Joder como te has levantado hoy.
¡Castigador!
Sí, creo que me pasé con las palabras...
Lo que sucede es que uno intenta hacer literatura de cualquier cosa, y llega a veces a un cierto grado de perversión: se aprende a engordar artificialmente cualquier sentimiento, con una única finalidad estética.
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