El coño de los ángeles
El tono es festivo y las palabras eróticas, y yo me zambullo en la irreverencia de la que da pábulo el deseo. Haré que mis palabras actúen como válvulas de escape, como dardos cargados de fuego que si quedaran un segundo más atrapados bajo la cárcel de mi piel, acabarían amamantando a la temida hiel. Quiero encontrar el placer del texto en la manera que pronuncio las palabras. Me pararé entonces mientras mi lengua busca encontrar nuevos sonidos transcritos por mis dedos con violencia sobre las teclas. Todo en la búsqueda de una obscenidad estilística. Se permite el exceso de palabras, el adjetivo innecesario, la prolongación de la frase, a decir verdad, se permite absolutamente todo. Tampoco digo nada nuevo, porque ya lo dijo Barthes: “la escritura es el Kamasutra del lenguaje”. Y si yo normalmente la hubiera definido como corsé, hoy estoy dispuesto a negarme tres veces, a enroscarme sobre mi mismo buscando nuevas complejidades hasta encontrar un estética tan pura como puta, nacida de las mismas entrañas que el más recargado barroquismo.
Si no saben a que me refiero, les doy una muestra de uno de los mejores escritores de los últimos años acusado de todos estos pecados y más, me refiero a Juan Manuel de Prada.
Si no saben a que me refiero, les doy una muestra de uno de los mejores escritores de los últimos años acusado de todos estos pecados y más, me refiero a Juan Manuel de Prada.
unque las discusiones teológicas terminaran en agua de borrajas; aunque los pintores de antaño se obstinasen en atribuir rasgos masculinos a los ángeles y arcángeles y querubines; aunque Dante, en su periplo de ultratumba, no se atreviese, por escrúpulo religioso o cobardía estética, a revelar el verdadero sexo de los ángeles, yo ahora me dispongo a quebrar esa conspiración de silencio: ¡Los ángeles tienen coño! ¡Los ángeles, por debajo del uniforme de ángeles, ostentan un señor coño! De nada les servirá que, al oír mi voz, levanten todos el vuelo hacia las regiones más apartadas del cielo. ¡Los ángeles tienen coño!, repetiré a grito pelado, para hacerme escuchar entre el aleteo profuso de su desbandada. ¡Los ángeles tienen coño!, pregonaré a los nueve vientos (¿son nueve?), como salutación o exorcismo, aun a riesgo de incurrir en la ira divina.
Lo supe desde pequeño, cuando los domingos, en misa de once, oficiaba de monaguillo. En el retablo de la parroquia (un retablo jadeante de carcomas, de un barroco desvencijado que por momentos degeneraba en rococó), flanqueando a un Cristo de Berruguete, anidaban unos ángeles, simétricos entre sí, a quienes el polvo y las telarañas añadían un prestigio escultórico. Como resultase que el imaginero que los talló los había dejado en cueros, el cura párroco de mi parroquia, temeroso de que esa desnudez soliviantase a las beatas, decidió taparles las vergüenzas con unas dalmáticas que les quedaban muy coquetas, a juego con las alitas y los mofletes (los ángeles son mofletudos, en esto la iconografía es unánime). Pues bien, cuando el cura párroco se metía en la sacristía, yo, más por pillería que por un afán sacrílego, me bebía el vino de las vinajeras (vino de consagrar, dulcísimo y de un color como de lágrima, que me incendiaba la garganta y me revestía de valor) y le levantaba la dalmática a los ángeles del retablo, por cerciorarme de su sexo. Los ángeles, tal como yo suponía, tenían un coño inequívoco (quiero decir, sin apéndices ni excrecencias), aunque lampiño, eso sí, como corresponde a criaturas que aún no han olido las flores del mal. El coño de los ángeles, mucho menos obsceno de lo que pudiera presumirse, no movía a la lujuria, ni siquiera despertaba pensamientos impuros, porque adolecía de atrofia y hasta de cierta puerilidad que rebajaba su componente erótico. Yo, por lo menos, así lo entendí, y jamás hice bromas blasfemas (y eso que oportunidades no me faltaron) a propósito de su sexo. Lo que no pude evitar es que los ángeles del retablo se me aparecieran en sueños, con la dalmática recogida y en cuclillas, haciendo pipí sobre la madera de su hornacina. Pero esta visión, según el cura párroco, no constituye pecado, porque los sueños quedan fuera de la jurisdicción divina.
Juan Manuel de Prada –Coños-
Lo supe desde pequeño, cuando los domingos, en misa de once, oficiaba de monaguillo. En el retablo de la parroquia (un retablo jadeante de carcomas, de un barroco desvencijado que por momentos degeneraba en rococó), flanqueando a un Cristo de Berruguete, anidaban unos ángeles, simétricos entre sí, a quienes el polvo y las telarañas añadían un prestigio escultórico. Como resultase que el imaginero que los talló los había dejado en cueros, el cura párroco de mi parroquia, temeroso de que esa desnudez soliviantase a las beatas, decidió taparles las vergüenzas con unas dalmáticas que les quedaban muy coquetas, a juego con las alitas y los mofletes (los ángeles son mofletudos, en esto la iconografía es unánime). Pues bien, cuando el cura párroco se metía en la sacristía, yo, más por pillería que por un afán sacrílego, me bebía el vino de las vinajeras (vino de consagrar, dulcísimo y de un color como de lágrima, que me incendiaba la garganta y me revestía de valor) y le levantaba la dalmática a los ángeles del retablo, por cerciorarme de su sexo. Los ángeles, tal como yo suponía, tenían un coño inequívoco (quiero decir, sin apéndices ni excrecencias), aunque lampiño, eso sí, como corresponde a criaturas que aún no han olido las flores del mal. El coño de los ángeles, mucho menos obsceno de lo que pudiera presumirse, no movía a la lujuria, ni siquiera despertaba pensamientos impuros, porque adolecía de atrofia y hasta de cierta puerilidad que rebajaba su componente erótico. Yo, por lo menos, así lo entendí, y jamás hice bromas blasfemas (y eso que oportunidades no me faltaron) a propósito de su sexo. Lo que no pude evitar es que los ángeles del retablo se me aparecieran en sueños, con la dalmática recogida y en cuclillas, haciendo pipí sobre la madera de su hornacina. Pero esta visión, según el cura párroco, no constituye pecado, porque los sueños quedan fuera de la jurisdicción divina.
Juan Manuel de Prada –Coños-
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Etiquetas: Erotismo, Literatura
2 Comments:
que bello pecado
Suele pasar que los pecados más condenados suelen ser los más bellos...
Hago un extensivo: ¡¡Condenados y condenadas lectores y lectoras!!
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